Nadie discute hoy la extrema importancia del siglo XX en un particular capítulo de la Historia de la Educación: la expansión cuantitativa de la escolaridad, que, en los primeros niveles y abstrayendo por el momento de situaciones deficitarias en determinadas zonas de la tierra, ha llegado a la universalización. Por hirientes y hasta escandalosos que puedan resultarnos estos últimos casos, la realidad es que la inmensa mayoría de los niños del mundo han pasado al menos algunos años por la escuela y han tenido la oportunidad de contactar sus beneficios. Ésa es a mi juicio –y no digo por supuesto nada original– la gran aportación de un siglo que, en otros capítulos igualmente educacionales, podría merecer comentarios no siempre tan favorables, derivados a veces, indirectamente, de esa atención prioritaria e intensiva a la escuela, con descuido de otros ámbitos tanto o más importantes que la escuela misma en lo que hace al desarrollo integral de la persona, léase, por ejemplo, la familia. Una atención prioritaria e intensiva que, como he dicho y es casi un tópico, ha incidido particularmente en aspectos cuantitativos. Les philosophes, las grandes figuras del Siglo de las Luces, soñaron que la Ilustración cambiaría el mundo. Ciertamente lo ha hecho en gran parte, aunque no siempre para mejor. Y el instrumento institucional que ellos mismos dirigieron a esa finalidad, la escuela, no siempre consiguió no digamos ya los objetivos transformadores previstos, sino tampoco otros más modestos y elementales, como es simplemente el de alfabetizar verdaderamente al conjunto de la población humana. Asistimos hoy, con tanta preocupación como sorpresa, a una creciente producción de «analfabetos escolarizados» incluso en los países de mayor desarrollo cultural; jóvenes que, tras permanecer en la escuela un considerable número de años, con el coste económico y social que eso supone, apenas han sido capaces de adquirir y aplicar conocimientos mínimos, elementales. La baja calidad de la educación escolar, por mucho que afecte especialmente a países como el nuestro, constituye un problema y una preocupación que no excluye a ningún país, por rico que sean sus recursos económicos e incluso culturales, independientemente de su mayor o menor lucimiento en las evaluaciones internacionales de resultados. Quizá por eso, el cometido fundamental que parecen haberse echado encima la mayor parte de las políticas educativas del siglo XXI –en algunos países con extrema lentitud, todo hay que decirlo– es el de «repensar» el inmenso aparato educativo que ha ido creándose especialmente durante el siglo anterior. La maquinaria educacional es hoy, en nuestras sociedades, una inmensa consumidora de recursos que sólo muy modestamente logra traducir en resultados. Y no es que se hayan evitado esfuerzos por mejorar. Por el contrario, llevámos décadas intentando descubrir, desde la pedagogía, la psicología y en general las ciencias sociales, cuáles deberían ser las claves de esa mejora; la investigación en estos ámbitos no se ha reducido, sino que ha aumentado poderosamente. Con el curioso resultado de que, hoy día, todo ese considerable esfuerzo no sólo ha sido puesto en cuestión, sino que para muchos –léase docentes, padres, medios de opinión, clase política…– ha sido culpabilizado en gran parte de la deficiente situación en la que nos encontramos. Para muchos, las reformas educativas que han ido tejiéndose en los últimos años, promovidas en gran parte por los nuevos enfoques, en vez de arreglar las cosas, las han complicado cada vez más. No es de extrañar, por tanto, que las tendencias actuales nos marquen ese creciente afán de «repensar» lo hecho, huyendo tanto de tentaciones reformistas como de posturas de puro conformismo. Es curioso que entre los países que hoy gozan de mayor prestigio educacional, en virtud de sus relativamente mejores resultados escolares (por lo demás, bastante discutibles), predominen aquellos que siguen dando entrada en sus aulas a metodologías bien tradicionales, que quizá podríamos concretar en unas pocas: fomento del esfuerzo, refuerzo de la autoridad docente, técnicas de repetición, entrenamiento de la memoria, atención individualizada, abundancia de controles y exámenes, exigencia de buenos resultados a centros, profesores y alumnos, etc.; y esto incluso por encima de un uso cada vez más generalizado de los apoyos informáticos y de costosos recursos materiales Todo esto está ayudando a configurar un nuevo escenario institucional, en educación, que no va a ser ya pura continuación del establecido en el siglo XX. El lector encontrará interesantes pistas de estas nuevas tendencias en los capítulos que componen el libro que tiene entre sus manos. Se trata sólo de unos pocos capítulos, pero muy acertadamente elegidos por cuanto desarrollan temas fundamentales, de largo alcance, como pueden ser el de, precisamente, los nuevos paradigmas que se otean en el horizonte o el de los cambios profundos –aparentemente espasmódicos– que están fraguándose en el ámbito de la educación superior, pasando por otros igualmente interesantes de los que se ofrece ya un sucinto relato en la presentación inicial del libro. Es un honor para mí que las autoras me hayan pedido estas breves líneas proemiales. Llevo ya bastantes años trabajando junto a ellas y sé bien de su competencia y de su probidad investigadora, que sin duda resultarán de gran beneficio a quienes se adentren en tan sugerentes páginas. José Luis García Garrido